El saber no puede poseerse sin amor, porque la sabiduría es de origen divino y reclama una entrega total. La mirada pura, la experiencia vivificante, la búsqueda incesante nos descubrirá -siempre arcano en este valle lacrimoso- el semblante de la realidad, donde todo se torna ontofanía y deleite. Y este desvelo enamorado late, acompasado y fecundo, en los arreboles del libro…
Bosco nos dice que el maestro no sólo debe transmitir saberes, sino sabores; o sea, no sólo se trata de enseñar una verdad conocida -ya sería una gloria en los tiempos que corren-; sino, además, contemplada, amada y vivida. Es la comunidad de la palabra y el ejemplo, la vida misma al servicio del cultivo interior de los demás para la vida del Espíritu.
Quien entra en contacto con la belleza no engendra sino virtudes verdaderas porque está en contacto con la verdad, sentenció Platón. En ese afán por restaurarlo todo, por recuperar esa unidad inaugural en donde las fuerzas estéticas y éticas del hombre se hallaban fundidas, el autor se propone recuperar la Belleza como «norte seguro y principio cierto del arte de educar».